Por: MARY ANASTASIA O’GRADY
Fuente: The Wall Street Journal
El presidente de Colombia, Juan Manuel
Santos (izq.), saluda al líder guerrillero Rodrigo Londoño Echeverri
(der.) frente al presidente de Cuba, Raúl Castro, en La Habana. PHOTO:
LUIS ACOSTA/AGENCE FRANCE-PRESSE/GETTY IMAGES
La decisión del Vaticano de desconocer a la comunidad de derechos
humanos de Cuba durante el viaje del papa Francisco a la isla dejó
cabizbajos a muchos católicos. Fue doloroso ver imágenes del Pontífice
codeándose con Fidel y Raúl Castro mientras al menos 140 disidentes
cubanos —proscriptos que son pobres, muchos de ellos negros— eran
arrestados, algunos llevados a la rastra, por la policía secreta.
Lo que captó menos la atención, pero puede resultar igual de perjudicial
para los débiles y vulnerables en América Latina, fueron las
declaraciones del Papa sobre Colombia.
Refiriéndose a cuatro años de negociaciones del gobierno colombiano en
La Habana con el grupo terrorista y narcotraficante de las FARC, el papa
Francisco dijo: “Por favor, no tenemos derecho a permitirnos otro
fracaso más en este camino de paz y reconciliación”. Traduciendo el
lenguaje del Pontífice, eso quiere decir “concluyan esto”.
Días después, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, voló a la
isla, estrechó manos con el dictador cubano Raúl Castro y el líder de
las FARC, Rodrigo Londoño Echeverri (alias “Timochenko”), y anunció un
acuerdo. John Kerry, secretario de Estado de Estados Unidos, elogió el
pacto y esta semana Santos está en Nueva York para asistir a la Asamblea
General de Naciones Unidas y para recibir más elogios.
Tal vez Kerry ha visto el acuerdo, pero los colombianos no. Todo lo que
saben son porciones que ha compartido Santos. Parece como una lista de
exigencias de las FARC que data desde el inicio de las negociaciones
hace cuatro años. Si lo que sabemos hasta ahora sirve de indicación,
este acuerdo es una rendición ante los terroristas que hará que Colombia
sea más peligrosa, menos justa y más pobre.
Las atrocidades cometidas por las FARC no llevarán a los perpetradores a
la cárcel. En lugar de eso, serán juzgados por uno de los dos
tribunales especiales, que incluirán jueces de otros países. ¿Qué
países? Nadie sabe. Si los acusados reconocen sus delitos, las penas más
severas serán la reclusión en las áreas rurales donde ya viven, por
entre cinco y ocho años, y algo de servicio comunitario. En el caso de
los crímenes contra la humanidad, esto violará los compromisos de
Colombia bajo la Convención de Ginebra.
Las FARC han dicho que no entregarán sus armas. La guerrilla debe
reparaciones a las víctimas y a la nación, pero nadie sabe de qué forma
pagarán sus deudas o a quién. Los líderes de las FARC ingresarán a la
arena política llenos del efectivo que obtuvieron en los negocios de la
cocaína y el secuestro.
El año pasado, Santos anunció que quería ampliar la definición de delito
político para incluir el tráfico de drogas de modo que las FARC
pudieran argumentar que no son mafiosos sino actores políticos. También
tenía el propósito de cumplir con las exigencias de los guerrilleros de
no pagar con cárcel.
Cuando los colombianos protestaron ruidosamente, el mandatario argumentó
que nunca lo había dicho. Incluso le pidió a su embajador en Washington
que escribiera una carta a este diario negando que lo hubiera dicho.
Por supuesto que lo dijo. Sus palabras fueron grabadas. Ahora eso es
parte de su arreglo con los mafiosos, que también prohíbe la
extradición.
Miembros de las fuerzas armadas colombianas, el gobierno civil y la
sociedad civil también serán puestos en el banquillo junto con los
terroristas, tal cual como siempre lo han querido las FARC.
Esto pondrá a los colombianos que se oponen al grupo guerrillero a la
par con lo que esencialmente es un sindicato de crimen organizado,
respaldando así el argumento engañoso de que esta es una guerra civil en
la que las dos partes son igual de responsables.
Esta es una narrativa viciosa. La condena de militares con testimonios
falsos es ya un pasatiempo favorito de la izquierda colombiana. Ahora
será más fácil porque los soldados serán presionados para que confiesen
delitos que no han cometido con el fin de evitar sentencias draconianas.
Esto implicará a sus superiores, los blancos principales.
Las fuerzas armadas han realizado grandes sacrificios para pacificar a
Colombia y son la institución más respetada del país. Si les
preguntaran, los colombianos nunca estarían de acuerdo con esta
traición. Por lo tanto el presidente ha roto su promesa de realizar un
referendo nacional sobre el acuerdo.
Ya perdí la cuenta de cuántas veces Santos me dijo personalmente que los
colombianos tendrían la oportunidad de votar sobre lo que se acordara
en La Habana. El mandatario repitió esa promesa en entrevistas y
numerosos discursos a la nación. Aun así, durante un programa radial en
agosto declaró de forma categórica: “Nunca me he montado en un
referendo”. Ahora llama la consulta popular un “suicidio”.
A Santos no le preocupa el escarnio que evoca entre los colombianos con
sus negaciones patológicas de lo que ha dicho cuando aquello ya no es
conveniente. Está demasiado ocupado trabajando en su próximo engaño:
para eludir la Constitución, propone comisiones especiales en el
Congreso para que aprueben el acuerdo. Y le está pidiendo al Congreso el
poder para gobernar por decreto —al estilo de Hugo Chávez— por un
periodo de 180 días de modo que pueda dictar la implementación del
acuerdo.
Colombia es una democracia frágil. Santos, con la ayuda de Raúl Castro,
el papa Francisco, el gobierno estadounidense de Barack Obama, está en
el proceso de matarla.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Haga su comentario